miércoles, enero 28, 2015

Nevada de Enero 2015

front porch


back porch
Tengo una cita. Habrá que usar la puerta principal...Desenterrar el coche? Mejor andar!


Tendría  que tener el corazón de cemento, como él, para no sufrir cuando lo miro...

 Al perrillo lo meto en la cochera todos los inviernos – cómo me olvidé de él?. Al Buda no hay quien lo mueva...
 





sábado, enero 24, 2015

Vicente Verdú: Enseres domésticos



El tan esperado libro de Vicente Verdú, Enseres domésticos(Anagrama, 2015) se ha tomado su tiempo hasta llegar a esta  casa que— como el subtítulo nos anuncia—no está libre de “Amores, pavores, sujetos y objetos encerrados...”. Lo pedí antes de navidad y llegó hace un par de semanas; justo cuando una “pelusa” de las tantas que pululan en mi entorno me atacó, la muy pilla, con un gripazo de mucho cuidado; y es que lleva razón Verdú, al hablar de estas “pelusas” y de otros “enseres”, en los que el escritor descubre lo siniestro en lo familiar.
“La pelusa en sí no mata, pero ¿quién no imagina que [con ella] algún íncubo podría colarse en forma de pequeño ensañamiento o misterioso virus?”
Van a disfrutar de este libro, para mí el más ingenioso y divertido que ha escrito Vicente Verdú. Pronto nos daremos cuenta que los “enseres” de la casa no son lo que esperábamos.  Cobran vida en la ágil y juguetona imaginación del autor y se convierten en SERES vivientes que nos atormentan,  persiguen... o todo lo contrario, nos calman y acarician. Así tenemos  “las sábanas” que pasan de sugerirnos “un sudario” a suscitarnos esperanza, paz, y bienestar. La misma división del libro les dará una idea del mundo en que el autor nos adentra; un mundo lleno de enseres/seres amables y sus opuestos. Como ejemplo,  el capítulo 3, “Elucubrar” que agrupa reflexiones sobre  el bolso (“directa representación de la vagina”), el “falo activo” del lápiz de labios, la colonia (en cuyo frasco “se mezclan y difunden lo moral y lo inmoral”), el calcetín (que “envejece” al hombre) y la media (que “rejuvenece”),  los zapatos, las zapatillas, y la corbata (“que nos define, nos envilece o nos ahorca”).  En el capítulo seis, “Expeler,” se entretiene con la tos, el papel higiénico (“mudo y quedo en su colocación”), la “siniestra y fétida” escobilla del baño, el orín, el excremento, el olor a dormitorio...  Y así en los 10 capítulos del libroY no crean que saben por dónde van los tiros; el autor les sorprenderá una y otra vez.
Como muestra, les dejo aquí “ Las pelusas”, uno de mis temas favoritos del capítulo “CONLLEVAR” . Con traducción al inglés de C.Maurer.



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LAS PELUSAS
 La casa es relativamente nueva, la limpieza parece apropiada, la mayoría de los muebles lucen y hay también claridad para apreciar los defectos y las manchas de las cosas, se trate de un roce en la pared o de un rastro de aceite en la cretona.
A pesar de todo ello, sin embargo, una día una mañana cualquiera e inesperadamente en cualquier lugar de la vivienda, junto a la cama, en las cercanías del diván o correteando por el pasillo aparece una crisálida de pelusas blancuzcas y deslavazadas.
Saber cómo ha llegado esa lanosa inmundicia es en ese momento un asunto menor, puesto que la maldita aparición cobra una magnitud simbólica demoledora. No estamos solos, no estamos aislados, no controlamos el debido aseo de la casa sino que, como se demuestra, la pelusa ha encontrado una ocasión suficiente para formarse en el adentro de nuestro habitáculo.
Y no sólo ha nacido sin facultades conocidas sino que ahora ya formada se desplaza vivamente desde una habitación a otra, desde la holgura bajo los muebles a los entornos o el seno de los rincones. Corre efectivamente desde uno a otro extremo con la desenvoltura de un ser unicelular, seguro de su mal y de su velocidad inducida.
Esa pelusa que, según las estimaciones del servicio doméstico, podría haber llegado por las ventanas o nacido del indescifrable devenir de las cosas, acentúa su efecto perverso si se considera, como es de razón, que su cuerpo requiere un tiempo relativamente prolongado para adquirir ese cariz y para derivar, sobre todo, en su difícil fórmula, mezcla de pelos con polvo, de polvo con finísimas hilachas, de eccemas envueltos en transparentes torundas de gasa.
Que en ese período de su formación ninguna aspiradora o fregona haya sabido impedir su desarrollo lleva a la conclusión de que ese hogar, lejos de hallarse bajo nuestro dominio, presenta fisuras que, al cabo, pueden dar paso a otros fenómenos incalculablemente peores. El dulce hogar u hogar liberado de productos aciagos se revela con una vulnerabilidad que hace temer incontables asedios cuando menos se piensa en ellos
La pelusa en sí no mata, pero ¿quién no imagina que si su cohabitación ha sido posible algún íncubo podría colarse en forma de pequeño ensañamiento o misterioso virus?
Por lo pronto, la pelusa puede llegar a ser un huésped del tamaño de una mandarina, y en ese punto algo tan liviano derrumba el buen concepto que pudiera tenerse del centro que se habita. Una pelusa refuta la limpieza, pero en el caso (habitual) de que no se trate de una unidad sino de varias, el asunto adquiere una categoría imponente.
Desde luego, el servicio finge no sentirse responsable de esta imputable negligencia y mucho menos se considera cómplice directo de esta bardoma. Sin embargo, la pelusa es un horror inscrito entre los acosos que, bajo su habitual indiferencia, provoca el sirviente. Así, al hecho de que este aborrecible ovillo deambula por la casa, el servicio niega su responsabilidad y su culpable indolencia.
¿Será la casa un hogar sin guardia, descuidada o entregada a manos de quien no la protege debidamente? Porque otros signos más de este orden podrían surgir en cualquier instante y porque, en este caso, no se trata de una simple mota de polvo sobre un mueble. Más allá de esos rastros de incuria, la pelusa se erige en la prueba de una notoria dejadez. Una pelusa no  envenena, ni probablemente enferma, pero ¿quién puede eludir la aprensión ante esas formaciones que, por inocuas que sean, han surgido en el espacio íntimo e impiden, en adelante, sentirse a salvo de la suciedad?
Porque, además, no es imprescindible que se descubra la presencia de un enjambre de pelusas. Basta que una de ellas corra impulsaba por la corriente que nace al abrir un armario o por el abanico de una puerta, para imaginar toda la casa invadida.
De hecho, esas pelusas toman siempre al moverse una dirección contraria a la que fuera posible imaginar y no huyen en una dirección constante sino que forman torbellinos que, como menudos fantasmas, se esfuman al estilo de las historias de terror.
Causan por tanto con ello un doble estupor. ellas mismas son flores del averno, flores del mal, y de nuestro apartamento.  Irregulares, insistentes, las pelusas corren, vuelan, porfían. Productos de una impureza etérea que las viste de un blanquecino velo tal como sucede con las orugas y ciertos gusanos antes de conocer la luz.
En todo caso, estas pelusas son, según su particular instinto, ni muy grandes ni muy pequeñas. Son como esferas pueriles respondiendo fielmente a la proporción que más temor genera y menor capacidad de anulación permite. Es decir, situadas, definitivamente, en ese temible equilibrio que mantienen la física y el detritus, la boba inocencia y la malicia del virus.
Las pelusas son, efectivamente y por sus aceleradas reacciones, de una motilidad parecida a la de las cucarachas, pero incluso suman con su fantasmático aspecto la idea de que viven aquí favorecidas por una basura humana que no conocíamos.
De hecho, la pelusa se halla formada por filamentos y celajes, pero entre ellos se enreda a menudo un cabello, dos o tres de diferentes tonalidades. De modo que su conjunto evoca, desde diferentes perspectivas, las partes más lábiles del ignoto mundo cerebral y podrían significar también, a causa de su aspecto, el principio de un tumor que todavía no se ha compactado por completo. Un tumor o un enser autónomo que emerge de golpe y en lugares imposibles de sellar. Es decir, se trataría de un ser agazapado que, como el temible tumor, se detecta maligno y emérito cuando ya es demasiado tarde para atajarlo.

pp. 167-169



Vicente Verdú, DUST BALLS
     The house is relatively new and kept reasonably clean, the furniture is polished, and there’s no lack of light to reveal the defects and spots on things—this or that scrape mark on the wall, a dribble of olive oil on the upholstery.  And yet, despite everything, quite unexpectedly, one day there appears, in some random place—next to the bed, in the environs of the sofa, or skipping down the hall--the wispy, whitish chrysalis of a dust ball.
     Never mind the origins of that fleecy piece of filth. What matters is that the cursed apparition has become a symbol of demolition. Dust ball as wrecking ball. We are no longer alone, no longer protected. Cleaning the house properly is now beyond our reach.  The dust ball has found a way to grow, right here, from inside, at home.
     Born without discernible faculties, it took shape and began to flit from one room to another, from the dark open spaces under the furniture to open sunny spots to the insides of corners.  It runs from one end of the room to the other, cool and casual like a single-cell organism, smug in its evil, induced speed.
     The dust ball that—so the maid tells us—could have come from anywhere, could have come in through the window, could have sprung to life in the indecipherable flux of things, seems even more perverse when you consider that its body needs a relatively long time to  ball itself into this peculiar, difficult formula, this blend of hair and dust, of dust and delicate threads, of eczema and dead skin, swathed in transparent gauze.
     The fact that no vacuum cleaner or cleaning bucket could prevent it from incubating or block its development makes us realize that our humble dwelling, far from being under our control, has cracks that could let in things incalculably worse.  Our sweet home, once free of sinister intruders, has been proven vulnerable, open to unexpected attack.
     No, the dust ball itself won’t kill us, but it’s easy to imagine it will allow some sort of incubus to penetrate our defenses—some ruthless thing, some mysterious virus. After all, we’re now living together.
    And what if it grows as big as an orange? Incredible something so light should wreck our high opinion of the place we inhabit. A dust ball puts the lie to any sort of cleaning, and some cases (happens all the time) there isn’t just one of them but several.
     The maid pretends not to feel responsible for what could be imputed to negligence: in no way has she been an accomplice. So who is, and what is this, anyway, a neglected home, in the hands of someone who doesn’t protect it properly? At any moment that neglect could spread beyond a simple dust spot on a table. The dust ball is spinning off proof of shameful laziness. It doesn’t poison people, and probably won’t make them sick, but how not to worry about these growths that--no matter how innocuous--have invaded the intimate spaces that once seemed impervious to dirt?
     And you don’t need to discover a whole swarm of dust balls; it’s enough to find just one-- gliding by on the breeze of an opened armoire or fanned by a door--to imagine the whole house has been invaded, and in fact dust balls always move in an unpredictable, unimaginable direction, never a constant one, riding little whirlwinds that ebb away like phantoms in some tale of terror.
     They’re doubly astounding. They are the flowers of Avernus, the flowers of evil and of our apartment. Irregular and insistent, dust balls run, fly, persist, spawned by some ethereal impurity that veils them in white, like caterpillars or certain worms before they see the light of day.
     They follow their own instincts and grow neither very big nor very small, like puerile spheres that manage to find the proportions that generate the most fear and best save them from annihilation.       They’re terribly poised—balanced and maintained by physics and detritus, dumb innocence and viral malice.
     With their quick reflexes, dust balls have a motility like that of roaches and their lives are blessed by some sort of human garbage we didn’t even know existed. Dust balls are spun from filaments and cloudscapes, but often there’s a hair threaded into them, of two or three different tonalities, so that their eerie ensemble evokes, from different perspectives, the labile parts of unknown regions of the brain but could also look like the beginnings of a tumor that has not yet compacted and solidified.  A growth,  an autonomous object that emerges suddenly and cannot cannot be sealed off, a being discovered too late, like a malignant tumor on the verge of a long retirement.

--CM

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